PAULAPALACIOS
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de mi cabeza encendida salen cosas que almaceno aquí

El último escalón

12/4/2020

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 Mercedes es una voz transparente y un cuerpo silencioso, una presencia muda, que, cada día, arrastra su cubo y su fregona por los pasillos de la Clínica del Buen Suceso. 
—Por lo menos contrataron a la niña —se repite Mercedes cada mañana, cuando ve a su hija Laura entrando por la puerta de atrás.
La colocaron por ella, en una época en la que era un milagro conseguir un trabajo.
Para entonces, Mercedes rozaba la jubilación.  Había ido perdiendo agilidad en las piernas, fuerza en los brazos y movilidad en los dedos. Los tenía arqueados de bruñir los pomos, las bisagras, las juntas. Se le habían ido retorciendo, igual que ella retorcía los trapos después de empaparlos en lejía. Tenía la espalda rota de mover baldes de agua, de cargar con los muchos hijos y de parar los golpes del hombre con el que compartía colchón por las noches. Ya no tenía aire suficiente para aquel trabajo, ni para aquella vida.
Y que nadie arreglase el ascensor de servicio, después de tantos días. Ajustes era la palabra clave que ponía fin a todas las preguntas, la advertencia tajante de que, de seguir las quejas, el siguiente recorte sería en personas.  Dos semanas llevaba el ascensor parado, cuando el mal paso.  La media que resbala dentro del zueco, que no es de su talla.  La mano húmeda, con los dedos corvos, que se desliza por el pasamanos en lugar de agarrarse firme.  El cubo que se desestabiliza y derrama el agua. Y Mercedes, que primero patina, después vuela, y acaba rodando hasta el último escalón.
—Por lo menos contrataron a la niña —se repite Mercedes cada mañana, cuando ve a su hija Laura entrando por la puerta de atrás.
Accidente laboral. Negligencia por parte de la propia trabajadora. Escasa observación de los procedimientos de prevención de riesgos laborales. Hubiese sido un buen pico del seguro, si hubiesen podido pagar un abogado.
«Pero, por lo menos, cogieron a la niña», piensa una y otra vez Mercedes.
Una hija colocada, Laura, la lista, la que iba para médico, pero nunca alcanzaron los ahorros, no llegaron las becas. Por lo menos contrataron a Laura, que ve trabajar a los sanitarios con la punzada en el estómago del que mira desde un peldaño inferior, desde el último escalón al que rodó la madre.
Todos los chicos en casa, en paro. Haciendo chapuzas “en b” aquí y allá. Pequeños salarios que se beben y se fuman los fines de semana. Y Laura que no quiere limpiar, pero es lo que hay, y se aguanta, porque ella quiere irse a vivir sola, aunque sea en uno de esos locales que ahora ya ni se alquilan para comercios, un bajo con rejas.  Con suerte, con un pequeño patio trasero para poner unos geranios.
Mercedes es una sombra diligente que sigue a Laura por los pasillos, por las habitaciones, por los baños, revisa las papeleras, repasa las juntas de los azulejos y vuelve a darle una pasada a los suelos. Siente que la culpa de todo es suya, y que tiene que echarle una mano. La crio como quien cría a una princesa, porque en sus manos no debería haber un mocho, sino un bisturí. Ahora, Mercedes piensa que debió criar a sus hijos para la vida, como la criaron a ella, que trabajó desde bien niña, que no supo de princesas ni por los cuentos. Pero los crio para una ilusión que ya no recuerda en qué tómbola les prometieron.  
Hoy, por las urgencias de la Clínica del Buen Suceso, ya no entran señoras de tacón y niños con mocos, ni ejecutivos en chándal para una placa de urgencia porque se han torcido el tobillo en la pachanga de fútbol con los amigos. Hoy, la gente entra por la puerta con la muerte agarrada a los ojos y se derrumban derrotados en cualquier silla, hasta en el suelo. Mercedes, con un ojo clínico para clavar el código postal de cualquiera que se le cruce, no consigue distinguir procedencias. Solo sabe que todos traen lo mismo, y que no es bueno.
Entre tanta gente, le cuesta encontrar a Laura. Las caras cotidianas se han vuelto mascarillas verdes con los ojos llenos de horror y miedo. Sigue a los carros, a las fregonas, mira dónde hay un paño, un bote de desinfectante. Sabe que puede reconocerla incluso debajo de toda esa parafernalia que jamás habían tenido que ponerse para trabajar.
Por fin, la descubre en críticos. Está preparada para limpiar una habitación que va a quedar libre. Le han dicho que no entre hasta que se lo ordenen, que serán unos minutos. Mucho “EPI” de pretecnología corriendo, entrando y saliendo de las habitaciones, y Laura esperando, con su carro, a una distancia prudente. En una de las camas, ve al hombre que está a punto de irse.  Aterrado, mira a la muerte acercarse. Suenan todas las alertas en la planta y no hay personal suficiente.  Mercedes ve cómo Laura entra en la habitación y se le sube el corazón a la garganta.  La ve coger de la mano al hombre, al que no conoce de nada, pero que, al sentir el roce del guante, aparta los ojos de la muerte y se aferra al látex como a la piel cálida de una hija, de una hermana, de una nieta, de una amiga. Y así se quedan las dos, una dentro, con el hombre, y la otra mirando, desde la puerta. Lo acompañan hasta que se va del todo. Mercedes lo ve partir y también ve la derrota en los ojos de Laura.
Piensa que ojalá pudiese abrazarla, y decirle que lo ha hecho bien, contarle que, si ya es duro morir, peor es hacerlo solo, porque esa pena se te queda enganchada en el alma para siempre y no te deja descansar en paz. Pero no puede, porque Mercedes es una voz transparente y un cuerpo silencioso, una presencia muda. 
​​©PaulaPalacios2020
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Louboutin is not a friend of mine

8/3/2020

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Cuando llegan las corbatas, los tacones ya hace rato que se han sentado.  Ellas, extienden sus puños coronados por vistosos gemelos, pero, en lugar de estrechar las manos a los tacones, los atraen hacia ellas y los besan en ambas mejillas.
A la mesa, se sientan seis corbatas, dos pares de tacones y tres personas del Departamento de Desarrollo de Producto. La reunión la ha convocado un par de tacones y debería haber empezado hace media hora, pero las corbatas no consiguen perder la costumbre de celebrar pantagruélicos banquetes de lunes a viernes. Por el contrario, los tacones, prefieren un almuerzo frugal, si puede ser en la oficina, para hacer jornada continuada y optimizar el tiempo. Aun así, se adaptan al horario de las corbatas, lo que les supone muchas horas extra al final de la semana, y las esperan con una sonrisa en los labios. Las corbatas no ven nunca el hilillo de bilis que asoma a los tacones entre los dientes mientras son besados a disgusto.
Un par de tacones, con educación exquisita, ofrece a las corbatas un café o un vaso de agua. No porque deba rendir pleitesía a las corbatas; lo hace porque es su oficina, es el anfitrión y lo considera un gesto de cortesía. Igual que cuando l@s amig@s vienen a casa. Las corbatas agradecen ese gesto, que interpretan de adorable sumisión, intentando reproducir la caída de ojos de George Clooney, mientras disfrutan de una buena taza de Nespresso. Como son modernas de libro y han hecho un máster en feminismo ilustrado, se abstienen de exigir copa y puro.
Los culitos de los tacones se acomodan en las sillas con las piernas cruzadas y el torso erguido, aunque no tanto como para que los "pechotes" se les marquen en exceso bajo la chaqueta. Los corpachones de las corbatas se desploman ocupando todo el espacio de sus butacas y alrededores, con las piernas bien abiertas, marcando claramente su amplio territorio de dominación y dándole aire a sus huevazos, para que puedan estar bien a gusto.
Las corbatas intentan llevar la batuta de la reunión practicando a tutiplén la condescendencia y el “mansplaining”, para que los tacones se sientan integrados. Mientras, ellos piensan cómo desearían ser unas buenas Converse para que sus cerebros solo tuviesen que pensar en todas las cosas importantes que tienen en la cabeza, sin interferencias inútiles, como que tienen que cambiarse la tirita del dedo meñique en la primera ocasión en la que puedan escaparse al baño.  
La reunión, entre el lucimiento de las plumas de la cola y la competición por ver quién la tiene más larga, se extiende dos horas más de lo debido y fuera, ya ha anochecido.  Los tacones corren hacia sus coches, intentando llegar a clase de pilates, a ver a la familia, a bañar a l@s niñ@s, a recoger la casa, a preparar la cena, a escribir un relato para la clase del día siguiente, a sacar a pasear a la mascota o a leer una novela, maldiciendo que ya han cerrado la farmacia, la ferretería, el supermercado, la droguería, el taller y la librería. Las corbatas, sin prisa, permanecen un rato en la puerta del edificio, fumando distendidamente un cigarro. Una de ellas increpa a un par de tacones:
  • ¡Oye, bombón, tú que eres de aquí, antes de irte podías reservarnos en un buen restaurante para cenar las seis!
Entonces, los tacones piensan para qué mierda exigen siempre las corbatas teléfonos de última generación al Departamento de Sistemas, si no saben usarlos. 
©PaulaPalacios2018
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Balacera para usted

21/12/2019

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Cuando le dijeron que la iban a matar, Matilde Orantes soltó tal carcajada, que la cinta americana le abrasó los labios y la boca se le llenó del sabor a óxido de la sangre. Los últimos 15.347 días de su vida se había levantado pensando en que ese podía ser el último, así que morir de vieja, aunque fuese atravesada por una bala, no se podía considerar una derrota. 
Muchos habían muerto antes, más jóvenes, y menos chingones. Miles habían muerto por nada. Al menos los pendejos que la iban a matar a ella tenían una razón para hacerlo. Era una razón cobarde, indigna, de gente que no vale nada.  Pero la mataban por su nombre, por su apellido, por su trabajo, por lo que sabía y no se callaba. No sería una muerte anónima, escogida al azar, como tantas otras cuyo nombre se perdió en el olvido de las estadísticas y que ella misma había intentado recuperar tantas veces. Su muerte, o al menos su desaparición, sería contada. Nadie pagaría por el crimen, seguramente nunca encontrarían su cuerpo, ni le darían digna sepultura, pero los periódicos escribirían Matilde Orantes en sus páginas. Los conductores de los noticiarios dirían Matilde Orantes en voz alta. Sus colegas y su familia la llorarían a gritos que difícilmente serían silenciados. Aunque no sirviese para nada más que para abochornar, durante un par de días, a un país gobernado por el narco.
La cuadrilla de lamehuevos que la apuntaban con sus cañones parecían cagados de miedo ante una vieja de pelo blanco a la que habían secuestrado cuando regresaba a casa tras su cena de jubilación.
 -¡Tremendos machitos, no se me vayan a rajar ahora!- intentó farfullar bajo la mordaza.
A su corta edad, aquellos cabrones habían visto a muchas mujeres y muchos hombres llorando ante ellos, suplicando por sus vidas. Pero ahora, la pinche ruca que tenían delante, les lloraba de la risa.
 
***
Matilde Patricia Orantes de Mendoza, hija de Alejandro Orantes, carnicero, y de María de Mendoza, ama de casa, nació el 21 de diciembre de 1.947 en el municipio de Agua Prieta, en el estado de Sonora, México, y tuvo la suerte de que el hermano que sus padres pensaban mandar a la Universidad no llegó a nacer nunca.  Así que, tras dos años de recadera en el periódico local, con 18 años, empacó sus pocas pertenencias y puso rumbo a la Universidad Nacional Autónoma de México.
En su lecho de muerte, D. Gerardo de Mendoza y Herzog, un rico terrateniente que repudió a su hija María por fugarse con el carnicero del pueblo, legó a su única nieta, Matilde Patricia Orantes de Mendoza, de manera inesperada, un pequeño departamento en la Colonia Condesa de la capital, para que lo ocupase durante sus estudios.  El resto de la fortuna del abuelo se la bebió el tío Federico antes de fallecer de sífilis en el prostíbulo de Carmencita Vargas.  Años más tarde, el departamento de la Colonia Condesa quedó totalmente destruido durante el gran terremoto, con lo que, del legado de la familia materna se perdió todo y para siempre.
Sin embargo, al otro lado del charco, vivía algún antepasado de Alejandro Orantes y, a fuerza de pasar el tiempo, todos aquellos familiares, cada vez más lejanos, pero que no dejaban de enviar cartas, fotos y postales, pasaron a ser una basta horda de primos. Y lo primero que hizo Matilde Orantes, una vez se licenció en periodismo, fue comprarse un billete de avión para ir a conocer a todos sus primos gallegos.
Purificación Pérez Troitiño recibió con los brazos abiertos y una enorme olla de cocido a aquella prima lejana de su marido, “morenocha”, con largas trenzas negras, amplia sonrisa y que arrastraba hasta el infinito cada letra que pronunciaba. Resultó que, excepto el cura, todo el pueblo era familiar de Matilde de una u otra manera y por fin, en una aldea remota de la provincia de Orense, gozó de la ventura de ser parte de una gran saga.
Pero después de seis meses llenándose los pulmones de verde y el estómago de alegría, Matilde Orantes se dio cuenta de que en aquel paraíso perdido no encontraría un trabajo de periodista, así que empacó de nuevo sus cosas y, siguiendo las instrucciones de la prima Pura, llegó a la casa de su hijo Ricardo en Madrid.
Ricardo García Pérez vivía en un amplio piso en el centro y, aunque la ciudad parecía mucho más segura que el DF, Matilde Orantes veía miedo en la cara de la mayoría de sus habitantes. Y no tardó en descubrir que, en aquel momento, España no era el país más adecuado de la vieja Europa para practicar el periodismo libre que sentía le corría por las venas.
 Sin embargo, el primo Ricardo, para disgusto de su madre Pura, y para la inmensa suerte de Matilde, se había casado con una británica, Lisa Collingwood, y Lisa Collingwood que, contra la tradición de su flemático país, mantenía su apellido de soltera, ya que le resultaba del todo imposible pronunciar el de su marido con claridad, trabajaba como recepcionista en la Asociación de Corresponsales de Prensa Extranjera. Y fue así, con sus nuevos contactos, su gracia mexicana y su habilidad para los idiomas cómo Matilde Orantes se convirtió en la secretaria de Mathias Woods, el viejo corresponsal de la agencia Reuters para España y Norte de África. 
En esos años, aparte de recortar sus largas trenzas negras y endurecer el habla, aprendió el oficio de la mano de un magnífico profesional que cada vez, delegaba en ella más trabajo.
Su sueldo en la agencia era bueno para España, así que pudo alquilar pronto un piso, justo enfrente, puerta con puerta, del de su primo Ricardo que, para aquel entonces era como el hermano que nunca había llegado a tener. Para el nacimiento de su primera hija, tanto Ricardo como Lisa estuvieron de acuerdo en llamarla Frida, en honor al país de origen de la nueva prima-hermana. Frida fue la única hija de Ricardo y de Lisa y, con el tiempo, también la descendiente más directa que tendría Matilde Orantes en toda su vida.
***
La vida de Matilde Patricia Orantes de Mendoza comenzó a apostarse a la ruleta rusa el 06 de noviembre de 1.975.  Matthias Woods, sintiéndose con pocos ánimos por la edad, le encomendó desplazarse en su lugar al Sahara Occidental, donde la marcha verde marroquí había rebasado la línea de demarcación fronteriza, adentrándose en territorio español.
Como todo conflicto, no había nada bueno que sacar de aquella situación más que abrir bien los ojos y dar testimonio de todo aquello. La población vivía en la más absoluta de las carencias y Matilde Orantes se comprometió a fotografiar y escribir todo lo que viese y sucediese. Más allá de las crónicas bélicas y políticas que enviaba a Woods para la agencia, Matilde Orantes preparaba su propio relato.
La vida en El Aaiun era un caos y un peligro constante, a pesar de ser una ciudad relativamente moderna. Además, estaban los reiterados desplazamientos a los campos de refugiados. Con frecuencia, lo más adecuado era permanecer varios días en el asentamiento, en lugar de ir y venir.  Las temporadas más largas las pasaba en Smara, tras la frontera argelina, donde tirados sobre la arena vivían cientos de personas sin más horizonte que un espejismo.
Aasiyah era una de las habitantes de Smara que mejor hablaba español. Fue la primera persona que Matilde Orantes vio, sobre ella, al recuperarse de un desvanecimiento por un golpe de calor.  Para cuando abrió los ojos, ya estaba dentro de la haima y la temperatura era algo más agradable. Aasiyah había depositado un trozo de tela humedecido sobre la frente de Matilde y lo sujetaba firmemente con su mano derecha. A Matilde le resultó terriblemente bochornoso que aquella mujer tuviese que desperdiciar parte de su agua por ella. En aquella ocasión, dejó todos los víveres que llevaba a Aasiyah como pago por su amabilidad. Al despedirse, ella le dijo:
-Vuelve cuando quieras. Esta será tu casa.
Y así fue como Matilde Patricia Orantes de Mendoza, de Agua Prieta, Sonora, Mexico, llegó a vivir los mejores años de su vida en el campamento de refugiados de  Smara, Tinduff,  Argelia.
Tal y como le había propuesto Aasiyah, se instaló en su haima, con sus cámaras de fotos, sus carretes, su máquina de escribir, cuantos folios pudo transportar, cuadernos y bolígrafos.
A Matilde Orantes, la vida se le volvió cielo y arena y cuanto más se le secaba el cuerpo, más le rezumaba el alma, trabajando incansable en fotografías y textos que reflejaban la realidad pura y, sobre todo dura, de los asentamientos. La vida se jugaba cada día, entre la aspereza del desierto y la angustia de un conflicto que se adivinaba largo.  Gente sin patria que a nadie le importaba. Vale más un pedazo de tierra yerma que mil almas inocentes. Los niños jugaban felices a ser guerrilleros del Frente Polisario hasta que crecían lo suficiente para serlo de verdad y abandonar el regazo de sus madres que, en realidad, es la única patria por la que merece la pena luchar.
A la muerte de Woods, Matilde Orantes tenía suficiente material como para no renegociar su situación en Reuters y no tardó en encontrar revistas que publicasen alguna de sus crónicas, hasta que la oferta de escribir un libro sobre su vida en Smara, le hizo trasladarse de regreso a un Madrid nuevo, democrático, lleno de vida y de una tendencia llamada “la movida” que tenía a su sobrina Frida absolutamente fascinada.
Al despedirse de Aasiyah, ésta le regaló una pequeña cajita de latón llena de arena del desierto.
-Aunque tú solo veas arena, aquí dentro va mi corazón, que es el corazón del pueblo saharaui. Los cinco soles sobre él, son mis cinco hijos muertos, que nos iluminan desde el paraíso. Las cuatro lágrimas que lo rodean, lloran a la gente de los cuatro campamentos de refugiados de Tinduff: El Aaiún, Auserd, Smara y Dajla. Te lo doy para que no nos olvides y para que te proteja siempre. Mientras sigas del lado de los débiles, te hará falta la suerte.
- Volveremos a vernos, Aasiyah.
-Insha´Allah.
***
Cuando Matilde Orantes decidió pasar los últimos años de su carrera en Ciudad Juárez, ya sabía que había más de una bala con su nombre. Ya había recibido varios sobres con un proyectil en su interior y una tarjeta que siempre decía “Para Usted”.
Lo último que atravesó su cabeza, antes que la bala, fue el regocijo de pensar que aquella misma mañana había enviado a casa de Frida el amuleto que Aasiyah le había regalado, para que le trajese a ella y a su familia, la misma buena suerte que le había traído a ella hasta aquella noche.
 Aunque también sintió algo de pena, por ir a morir tan lejos del corazón de Aasiyah. 
©PaulaPalacios2017

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MÁS PROZAC, POR FAVOR

6/8/2019

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335 días del año se precipitan de lunes a viernes interrumpidos por dos dosis de “Prozac”, administradas entre tragos de ginebra barata.  Un agujero negro te engulle y la única luz que te ilumina sale de la pantalla de un dispositivo móvil, del que también salen todas tus instrucciones vitales.
El día 336 se para el contador y engulles la última píldora de felicidad encapsulada. El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y el día 336 de cada año te inundan la ilusión y la esperanza porque no eres capaz de aprender, de un año para otro, que te diriges al infierno y que para conseguir diferentes resultados no puedes hacer las mismas cosas.
El día 337 empieza la vida consciente, la vida a cámara lenta, la vida en la que te puedes permitir analizar cada segundo y empacharte de realidad sin trampantojos. Tienes por delante 28 días para mirar a los ojos a tu familia y descubrir a un perfecto desconocido en cada uno de ellos.
Del día 337 al día 365 tienes tiempo para contar las perforaciones de ceniza en las hojas abrasadas del jardín trasero. – Que ya no fuma, dice- Sé que fuma a escondidas los 365 días del año, pero aquí no se pueden esconder los defectos. Aquí, todos tus secretos dejan un rastro perfectamente escrutable por los extraños con los que convives. Esto es la rutina disparada a bocajarro y sin silenciador. Huelo su tabaco, veo sus huellas a cada paso, igual que veo las huellas del tiempo sobre mi piel frente al espejo del baño. Cada día, del 337 al 365 me cuento una y otra vez las arrugas. Cada día sumo alguna nueva.
Fuera, oigo a los pájaros abalanzarse sobre el agua, huyendo de este aire irrespirable. Me gustaría ser capaz de zambullirme de una vez para siempre en el mar. Primero la cabeza, notando el frio en las raíces de pelo. Después, dejar que el agua entre por mi nariz mientras se hunde el resto de mi cuerpo. Y quedarme ahí tumbada en el fondo, mirando el reflejo del sol, brillando al otro lado de la superficie hasta que todo se apague y se funda a negro. Un negro 365 que tiende a infinito.
Practico múltiples ejercicios de relajación para descansar de este fatigoso ocio, del sopor de este verano sofocante y eterno que pasa lento como una condena.  Para infligirme más dolor, me torturo con las fotos que mi hermana publica a diario en las redes sociales.  Ni siquiera se parece lo suficiente a mí como para poder pensar, por un momento, entornando un poquito los ojos, que soy yo la que está posando sonriente en Jordania frente a las ruinas de Petra. Si tan siquiera mi hijo pequeño me dejase sola en este momento, podría imaginarme que ese beduino me está atravesando a mí con esos ojazos negros y fantasearía con huir con él en su camello. “Prozac” para siempre. 
Mientras pelo mazorcas para la cena, vuelvo a pensar en el beduino y le imagino quitándome la ropa, sin importarme si se rompe alguna prenda. La piel de la mazorca cae suavemente al suelo, meciéndose levemente y yo veo prendas volando por el desierto, lejos, muy lejos…  hasta que vislumbro el oasis de mi cuñada, estudiando inglés como una ameba aislada de la esclavitud de las tareas del hogar, en la burbuja de ser, sentirse y actuar como una invitada a pensión completa.
Con frecuencia, también vivo experiencias próximas a mi ansiada muerte: en forma de bocados de mosquitos sanguinarios y, a veces, en forma de cataclismo.   Mis hijos generan catástrofes los 365 días del año, del día 337 al 365 las sufro todas, quedando, generalmente, al borde de un deseado infarto irreversible.  Pero una y otra vez, en lugar de verme suavemente arropada por una funda para cadáveres, sintiendo cómo la cremallera se cierra sinuosa sobre mi cuerpo inerte, debo continuar ejerciendo de matriarca, firme pero comprensiva. Debo dar ejemplo de madre perfecta y amantísima para que mis cachorros no se traumaticen y que, para la hora de la cena se hayan olvidado de cualquier incidente y puedan atiborrarse de carbohidratos como si no hubiese un mañana; para que podamos jugar a ser la familia ideal en las vacaciones perfectas.  
Solo cuando empieza a anochecer, podemos abandonar la guarida y salir a tomar un poco el aire. 335 días deseando ver el sol y 28 días escondiéndonos de él porque nos abrasa, porque nuestra piel ya no procesa vitaminas, solo píxeles de luz azul. La playa está atiborrada de gente viendo la puesta de sol, cada día, como si fuese el primero de su vida. Intentando ver el dichoso rayo verde, que es lo más emocionante que nos va a pasar en todas estas malditas vacaciones de verano.  Los atardeceres en la playa y las barbacoas son un “must” en cualquier “happyeverafter”.
Cuando los niños se alejan, les oigo comentar:
Estoy deseando echarme un novio para irme con él de vacaciones y no tener que aguantarte más-
¿Y quién te va a querer a ti?, ¡pringada! – 
​
©PaulaPalacios2017

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Sócrates, querido

14/2/2019

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¿Acaso no sabéis hace mucho tiempo, que desde que nací, estaba condenado a muerte por la naturaleza? (Platón. Apología de Sócrates)

Por fin, después de dos noches completas en vela, hoy he conseguido dormir, y por la mañana, me ha sorprendido la luz del sol entrando por la ventana. Ahora, resplandece fastuoso sobre tu olivo que, igual que yo, necesita un buen descanso de la lluvia. Hace un rato he tocado su tronco y estaba completamente empapado, aunque también comienza a tener pequeños brotes, que nos hacen mantener viva la esperanza de que la primavera no está tan lejos como nos parecía ayer.
Dicen que los olivos son árboles fuertes, robustos y que duran mucho tiempo, aunque también dicen que no soportan el agua estancada en las raíces. Bien sabes que cuando lo plantamos, tuvimos cuidado de hacer un buen drenaje con piedras, pero esta maldita lluvia nos está poniendo constantemente a prueba.
El invierno está siendo largo, húmedo y oscuro y la monotonía se regodea en este ambiente tan propicio para ella. En cualquier caso, conservo la esperanza de que seremos capaces de sobreponernos, y confío en que el olivo mantenga en pie tu recuerdo más años de los que yo podré ver.   Y para cuando llegue el tiempo en el que yo ya no te piense, será porque tendré mi propio olivo, en el mismo sitio donde decidimos echar raíces y hacer nuestra la tierra.
La pena por tu inesperado abandono, cobró vida en mi piel abriéndome tres llagas negras cuyas cicatrices conservo con orgullo, porque la nuestra fue la mejor de las amistades. Con frecuencia, he debatido sobre si uno debe irse con o sin despedida, si es mejor dimitir o desertar.  Y, aunque he debutado en ambos escenarios, la única conclusión posible hoy para mí, es que cualquier adiós de un ser querido, se lleva un pedazo de alma y da igual si te avisan antes o no de que te lo van a arrancar; duele siempre. La recuperación, después, varía según los casos. A veces, con el tiempo, incluso descubres que lo extirpado era un tumor parasitario y que tus constantes vitales han mejorado notablemente con su ausencia. En las heridas del alma, está también la categoría de las traiciones, que lastiman, a veces gravemente, pero en lugar de cicatriz, hacen callo.
Hoy, la casa parece igual de vacía que el día que te fuiste a hurtadillas y todo amaneció mudo. Aunque ya sabrás que no todos te echan de menos, y que algunos han hallado paz en tu ausencia, a mí me sigue faltando tu abrazo cada mañana y sentirte a mi lado en la cama cuando me desvelo por las noches.
A los pocos días de irte, llegó con desfachatez un alborozado verano y después de un otoño seco, apareció este invierno llorón que aumenta mi desconsuelo. El viento sigue soplando del norte, encorvando todavía más los perales y haciendo bailar a la chimenea con su ritmo ciclogenético. Sus noches alegres son mis mañanas tristes, porque, como sabes, no puedo dormir con el vaivén de sus caderas metálicas rozándose con las tejas.
Por el contrario, las escaleras se pasan el día en silencio y ya no se oyen discusiones de madrugada. Andrómeda, ahora, practica el soliloquio y Ulises, por fin, puede dormir con los dos ojos cerrados.  
Y así, la vida sigue su curso, aunque para mí, desde que te fuiste, la vida sea siempre un poco peor*.
           
 
©PaulaPalacios2018 
 


Imagen
* Sócrates, Andrómeda y Ulises son mis gatos. Sócrates murió repentinamente el 15 de junio de 2.017, el mismo día que cumplía 12 años. Sus cenizas descansan bajo un olivo.
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Dos Estrellas

8/2/2018

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Hacía mucho que habíamos retomado la marcha cuando dejé de sentir las piernas. Sólo, de vez en cuando, notaba la calidez de la sangre brotándome de las rozaduras que me iba haciendo con las ramas al pasar.  Me ardían la garganta y los pulmones, como si en lugar de aire, estuviese respirando amoníaco. Hacía horas que no se veía la columna de humo de la que nos alejábamos, pero me parecía seguir percibiendo el mismo olor a quemado en el ambiente, ese olor que nadie debería sentir nunca, pero que, tan pronto lo percibes por primera vez, ya no se te va de la memoria. Porque en ese fuego, arde parte de ti.    
Aunque debíamos viajar en silencio y nadie decía una palabra, se oían constantes tosidos ahogados que sonaban como estertores. Los ojos me lloraban e intentaba inclinar la cabeza hacia adelante para que las lágrimas llegasen hasta mi boca y así, poder saborear algo salado. Cada vez que lo conseguía, aquel gusto me daba la vida.
Alfred pedaleaba cada vez más deprisa, a pesar de tener que tirar del rudimentario carromato de madera en el que viajaba su mujer, acurrucada como si fuese un gatito. Alfred y su carromato eran la referencia que yo debía seguir, pero por momentos él apuraba tanto, que tenía la sensación de que iba a adelantar a la mujer que viajaba antes que él, así que intentaba fijarme también en ella para saber a quién seguir en caso de que Alfred desapareciese.
De repente, Alfred se detuvo y yo frené en seco para detener también a los que me seguían. Alfred se giró y me susurró:
- Al pasar esa colina, dejamos las bicicletas y continuamos a pie. Ya estamos llegando.
 Me giré y trasladé las mismas instrucciones al chico detrás de mí.
No fue fácil encontrar aliento para enfrentar ese último tramo.  Hacía semanas que nos fallaban las fuerzas, apenas comíamos y casi todos teníamos piojos y muchos, además de tos, probablemente, tifus. Cada vez que parábamos a descansar, éramos menos que la vez anterior. Al principio, era solo una sensación, pero tras la tercera parada ya éramos tan pocos que podía reconocer todas las caras y contarnos fácilmente. La última vez que nos conté no pasábamos de la docena.
Apenas habíamos concluido nuestro trayecto cuando pudimos atisbar el aeródromo. Vi a Alfred tirar la bicicleta y emprender la carrera sin mirar atrás, lo que provocó que, irremediablemente, mi rueda delantera chocase con el carromato de su mujer, y ambas caímos al suelo. Mientras intentábamos incorporarnos, nos pasaron por encima varias personas, tres, cinco, tal vez ocho. Todo era confuso. Tiré de la mano de la mujer de Alfred y eché a correr. Ella apenas avanzaba y yo no podía chillar para que Alfred me ayudase. Hacía rato que le había perdido de vista.
Todos nos adelantaron y llegamos últimas a la pista.  Decenas de personas se arremolinaban junto al avión. Me preguntaba de dónde demonios había salido toda aquella gente. Nadie hablaba, pero podía oír cómo sus cuerpos se apretujaban unos contra otros, cómo los pies se pisoteaban, cómo entraban casi a presión dentro del aparato.   Volví a sentir las piernas y el dolor era insoportable, pero no podía rendirme después de haber recorrido medio país caminando y en bicicleta. Inicié un último esfuerzo y noté cómo la mujer de Alfred me soltaba la mano. Yo corría mirando adelante, intentando llegar al avión, pero también atrás, haciendo aspavientos para que ella me siguiese.  Por más que corría, el avión parecía cada vez más lejos y en la pista, de repente, ya no quedaba nadie. Miré a mi alrededor y, para cuando vi a la mujer de Alfred desplomándose sobre sus rodillas, el avión ya había despegado las ruedas del suelo.
Fue como si, en ese momento, la misma muerte se me hubiese plantado delante y me hubiese partido en dos con su guadaña. No, ni siquiera morir puede doler tanto como encontrarte abandonada en un lugar incierto de tu propio país en el que te sientes como una extraña. Mi tierra madre era ahora terreno hostil y yo misma su enemigo y, aunque ya no había sitio en el mundo que yo pudiese considerar una patria, hasta hace unos segundos había un lugar en mi mente que alimentaba mi esperanza. De nuevo me veía abocada a vivir en la constante agonía de huir sin saber hacia dónde, casi siempre de noche. Sucia, enferma, sola y sin fuerzas.
Me giré y recordé que no estaba sola del todo. Allí estaba la mujer de Alfred, tal vez más sola que yo. Creí recordar cómo se llamaba… Ana, sí, aquella mujer tirada por su propio marido a los pies de una muerte casi segura, se llamaba Ana. 
Ana no reaccionaba, así que intenté levantarla y la llevé casi a rastras a un edificio semiderruido que había al borde de la pista. Ambas necesitábamos descansar, al menos un rato, ya que sin duda el despegue del avión habría sido detectado y no tardarían en venir.  
Aunque no conseguía entender cómo Alfred había sido capaz de abandonar a su mujer de aquella manera tan decidida, tampoco me atreví a mencionárselo a ella.  Estaba acurrucada y no dejaba de sollozar.
Yo no tenía la más remota idea de dónde estábamos exactamente. Habríamos salido de la ciudad dirección oeste, pero tal vez después hubiésemos variado el rumbo. Posiblemente nos habríamos dirigido a alguna zona próxima a la frontera, pero era imposible saberlo con seguridad. Si estuviésemos cerca del Bodensee no nos quedaría mucho para llegar a Suiza. Encontrarnos con un gran lago a la mañana siguiente sería una buena noticia.
Me senté junto a Ana y volví ponerme las medias, aunque solo fuese por un rato. Había perdido tanto peso que sólo podía ponérmelas cuando estaba sentada o tumbada, ya que de pie se me escurrían hasta los tobillos. Del otro bolsillo del abrigo saqué el envoltorio del “Apfelstrudel” que había sido mi única pertenencia en los últimos meses, me lo acerqué a la nariz y respiré con fuerza. Estaba arrugado y grasiento, pero todavía olía a mantequilla, canela y manzana. O eso me parecía. Cerré los ojos y volví al salón de té de los señores Obermeier, al calor de la chimenea y al bullicio de los niños correteando entre las mesas.
- ¿Has estado alguna vez en Lisboa?- me preguntó Ana de repente.Asentí con la cabeza, sin estar muy segura de que pudiese verme en la oscuridad, mientras le ofrecía el papel para que ella también lo oliese.
 -Háblame de LisboaSe me hizo un nudo en la boca del estómago.
-Estuve en Lisboa con catorce años, con mis padres. Habíamos ido de vacaciones a un pueblo cercano, donde las puestas de sol son las más bonitas que puedas ver en tu vida.  Unos amigos suyos tenían una casa allí, cerca del mar, en un sitio llamado “Boca del Infierno” y con frecuencia viajábamos en coche a la ciudad, a comer en pintorescos restaurantes o merendar pasteles de nata.
Ana me devolvió el envoltorio del “Strudel” y,  tras meterlo de nuevo en el bolsillo, cogí sus manos entre las mías.
-Hubiese sido maravilloso llegar a Lisboa, Ana. El sol y el aire del Atlántico nos curarían el cuerpo y las almas. Esa luz… - No pude continuar. Rompí a llorar al recordar aquellas vacaciones, aquella vida, aquellos días sin fin en la playa en los que nos quedábamos hasta que era de noche viendo el sol desaparecer detrás del océano. Ana soltó sus manos y me rodeó con sus brazos.
-Mis padres acordaron mi matrimonio con Alfred cuando todo esto empezó, así que no hace mucho que nos casamos. Tiene dinero fuera del país y buenos contactos y pensaron que conseguiría sacarme de aquí. Habrás visto que es bastante mayor que yo. Yo estaba embarazada y pensé que era la única forma de que mi niño naciese. Porque ¿Tú sabes que les hacen aquí a las embarazadas? ¿Y a los niños?
Levanté la cabeza mirando a Ana con incredulidad. En los días que llevábamos de viaje no había abierto la boca más que para pronunciar monosílabos y siempre con la previa mirada aprobatoria de Alfred.
-No, claro que no sabes lo que les hacen a las embarazadas, ni a los niños, pero seguro que nada bueno. Antes de todo esto tú también tendrías una familia, amigos y no te dedicarías a correr de una ciudad a otra, de noche, por los bosques, con gente a la que no conoces, sucia y enferma. ¿Acaso sabes algo de tu familia? ¿No te creerás las historias de que están todos trabajando en fábricas?
No, claro que yo no creía eso, pero tampoco quería creer otra cosa. ¿En qué momento nuestros amigos, nuestros vecinos, el médico que me curó la varicela, los mismos Señores Obermeier, que nos regalaban dulces cuando éramos niños, se convirtieron en nuestros enemigos? ¿En qué momento y por qué decidieron que no teníamos derecho a nada? ¿Por qué teníamos que escapar de nuestro hogar? ¿Por qué teníamos que vivir con la cabeza agachada, con la dignidad arrastrada como las sabandijas, con los brazos señalados como si fuésemos propiedad de alguien?
Ana metió la mano en el bolsillo y me enseñó un saquito. Lo abrió y vi que tenía unas pequeñas semillas.
 - ¿Sabes qué son?
 - No
- Semillas de cicuta. Coge unas pocas. Hay suficiente para matarnos a ambas.            Cogí un montoncito de las semillas sin poder creer lo que estaba haciendo y las guardé con cuidado en el papel del “Strudel”.
-¿Entonces Alfred no es el padre de tu hijo?
- No, el padre de mi hijo era mi novio, Peter, un chico de mi edad. Nos íbamos a casar, pero su familia, al quedarme embarazada, y en estas circunstancias, le hizo repudiarme.  Te parecerá una monstruosidad, pero si lo pienso, creo que la vida en aquella familia tan estirada no hubiese sido mucho mejor que esto. La estúpida de su madre me hacía caminar con un libro sobre la cabeza y, si se me caía, me azotaba con una vara. Decía que tenía que aprender a caminar como una señorita. Ya lo creo que ahora mismo podría desfilar como una auténtica señorita repipi delante de los soldados, si no fuese porque tengo los pies completamente desollados. Y a ella, ¡cómo le gustaría verme hacerlo, cómo disfrutaría!
Habíamos llegado a un estado tan desesperado y estábamos tan agotadas que, de repente, la imagen de Ana caminando con un libro sobre la cabeza, ante un incrédulo pelotón de fusilamiento, me pareció tan estúpida como divertida y no pude evitar soltar una enorme carcajada. Ana continuó criticando a la familia de su novio, y después a Alfred de la manera más frívola, como hubiésemos hecho si hubiésemos sido dos amigas que quedan en cualquier café normal, de cualquier ciudad normal, de cualquier vida normal. Y ambas nos desternillábamos de la risa.
Cuando llegaron a buscarnos, nos habíamos quedado dormidas. Hacía meses que no dormía tan profundamente como aquel rato, acurrucada junto a Ana. Al abrir los ojos, les teníamos casi encima.  Apuntándonos con sus armas, dos uniformes militares, con los nombres de Müller y Stoltenberg, nos indicaron que nos levantásemos.  Ambas nos incorporamos con esfuerzo, con los cuerpos entumecidos. Noté las medias resbalando por mis muslos y, mientras los soldados se sonreían lascivos mirando mis piernas desnudas, Ana y yo salimos lentamente de nuestro escondite, rebuscando con las manos en nuestros bolsillos.
 
©PaulaPalacios2018

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Propósitos

4/1/2018

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-Bucear en el lago que había al lado de la casa de Pedro.
-Subirme a los árboles en lo alto de la colina.
-Llegar pedaleando hasta la tienda de caramelos (y de vuelta).
-Pasear todos los días al perro que me regalarán estas Navidades.
-Volver al colegio.
El forense no podía entender cómo había conseguido entrar al quirófano con una nota de papel escondida en su puño cerrado, sin que nadie del equipo que le iba a practicar el trasplante se hubiese dado cuenta. Miró a su alrededor, tragó saliva, la volvió a doblar con cuidado y, antes de cerrar el tórax, la depositó en la cavidad vacía del corazón.

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¿Qué fue de Frank Holmes?

2/1/2018

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La señorita Gwendolin se moría de la risa tirada encima de la mesa. Intenté levantarla un par de veces, pero me resultó del todo imposible, mayormente, porque yo tampoco podía dejar de reír. Big John se había pasado con la graduación del brebaje e incluso él se había desplomado sobre unas bobinas de hilo. A saber qué plantas del jardín habría dejado fermentar esta vez y por cuánto tiempo. Sin dejar de reír, miré a mi alrededor a ver si quedaba alguien más, y desmayado sobre el piano estaba Alan Johnson II.
Se hacía tarde y había que ponerse a recogerlo todo, pero todo lo que había que recoger no dejaba de dar vueltas. Faltaban pocas horas para que los operarios entrasen a trabajar en la fábrica y, si el padre de la señorita Gwendolin nos dejaba montar fiestas allí, era con la única condición de que por la mañana estuviese todo limpio y recogido y que nadie, por nada del mundo, pudiese sospechar qué pasaba en la fábrica de tejidos algunas noches. Si algún día alguien se enteraba, iríamos directos a la horca o al convento. A mí, personalmente, me tocaría la horca y también la hoguera. Incluso era posible que quisieran hacerme un exorcismo antes de matarme.  Yo era el mismísimo demonio, bajo las faldas de una criada.
Intenté despertar a Big John, pero antes de conseguir que se levantase, recibí un azote en el trasero y tirando de mi brazo, me hizo caer sobre él. Así, nos revolcamos en el suelo, girando el uno sobre el otro un buen rato, llorando de la risa.
Las enaguas de la señorita Gwendolin parecían un enorme pastel de merengue, desparramadas sobre la mesa.  Su vestido estaba colgado de la lámpara del techo y Big John tuvo que subirse a la escalera de la biblioteca del despacho para alcanzarlo. Mientras tanto, yo comencé a recoger vasos, botellas, restos de tabaco, prendas de ropa que no eran de ninguno de nosotros…. Me costaba bastante, porque cada vez que acercaba mi mano a algún objeto, este se movía a derecha e izquierda; algunos incluso dibujaban círculos. - ¡Los muy condenados! - Abrí las ventanas con la esperanza de refrescar un poco el ambiente y confiando también en que la señorita Gwendolin dejase de reír, que Alan Johnson II se despejase un poco y que las cosas se estuviesen, de una vez por todas, quietas para poder ser recogidas. 
El padre de la señorita Gwendolin había colocado en el sótano un piano, para que Alan Johnson II, que era un magnífico pianista profesional, nos amenizase las veladas en la fábrica. De vez en cuando, el hermano pequeño de la Señorita Gwendolin, que no tenía ni la más remota idea de lo que pasaba allí por las noches, iba a la fábrica a visitar a su padre y a ensayar unas notas. A los operarios de la fábrica, les llamaba la atención que el patrón le hubiese puesto un piano allí a su hijo, -cosas de ricos-, pensaban. Aunque también pensaban que, con lo mal que tocaba el muchacho, era normal que necesitase ensayar en todo cuanto sitio fuese posible. Los operarios de la fábrica pensaban muy seriamente que a ese muchacho tendrían que ponerle un piano en cada una de las estancias de su casa, incluso en los aseos, si esperaban que algún día fuese capaz de dar bien tres acordes seguidos.   A los operarios les hubiese gustado más tener un pianista de nivel que les amenizase las duras jornadas en la fábrica, pero tener la oportunidad de hacer chascarrillos sobre el hijo del patrón en las tabernas del Bowery cuando salían de trabajar les compensaba parte del sufrimiento.
A la mañana siguiente, todos en la casa nos despertamos con una terrible resaca. La señorita Gwendolin pudo dormir plácidamente todo el día. En realidad, a ella le importaba un pimiento que Big John y yo tampoco nos levantásemos de la cama, pero los vecinos verían extraño que la criada no saliese a hacer los recados habituales y que el jardinero no saliese a podar una y otra vez los arbustos. Así que Big John y yo tuvimos que arrastrar la resaca todo el día y estábamos tan pálidos que podriamos haber pasado por blancos tranquilísimamente. Es más, antes de salir de casa, a punto estuve de probarme uno de los vestidos de la señorita y una peluca para contonearme como un pavo yanqui por delante de Bloomingdales.  Pero pensé en la horca, en la hoguera y en el exorcismo y me pareció que, realmente, no valía la pena.
***
El día que desde el vapor que ascendía por el rio Hudson atisbé Manhattan por primera vez en mi vida, poco podía imaginar que sería tan feliz vistiendo enaguas y un uniforme de sirvienta. Bajo aquellas faldas me sentía libre como no lo había sido en toda mi vida. Bien es cierto, que llevaba tan poco tiempo de mi vida siendo libre, que seguramente hubiese sido igual de feliz con las ropas de un acróbata de circo.
Antes, la vida era como la del ganado: trabajar sin descanso y procrear más peones para el ejército de esclavos del amo. Cuando echo la vista atrás no siento nostalgia ni pienso en los que se quedaron. Madres, padres, hermanos, mujeres, maridos, hijos… ¿Qué puede significar todo eso cuando lo único que sientes es el dolor de los latigazos en la espalda o el miedo a ser vendido a un amo peor? Los que dejé atrás estaban todos muertos. Algunos incluso bajo tierra y esos eran, seguramente, los más felices de todos.
A Big John le conocí nada más recalar en Five Points, que era a donde te llevaban los pasos descalzos y los bolsillos llenos de agujeros. Él ya conocía a la señorita Gwendolin, que llevaba tiempo ayudando a la gente que llegaba a Nueva York siguiendo la brújula que marcaba la dirección opuesta a la muerte. Aparte de cierta inquietud filantrópica, a la señorita Gwendolin le encantaban los bajos fondos, lo prohibido y la desinhibición de los que no teníamos más que perder que la vida. Y nuestra vida no valía nada. Le compraba ropa maravillosa a las prostitutas, a cambio de que ellas aprendiesen a leer y a escribir y ella misma se prestaba muchas veces para enseñarles. Sabía que no dejarían nunca las calles, pero muchas de ellas dejaron de depender de los matones que las explotaban para gestionar ellas mismas sus particularísimos negocios.   La señorita Gwendolin, al final, en su intimidad, también era una proscrita y nos entendía mejor que nadie. Era rica, muy lista, y la mejor persona que he conocido en toda mi vida, aparte de Big John. Ellos eran mi familia.
Aunque hacía ya varios años que Big John y yo habíamos dejado Five Points, de vez en cuando todavía íbamos a bailar tap al Pete Williams Place, donde Alan Johnson II tocaba el piano cada martes. Él continuaba viviendo en el barrio, pero a la señorita Gwendolin le había parecido más seguro para nosotros que nos mudásemos a vivir con ella, como internos de servicio doméstico. Además, a ella, un matrimonio de negritos exquisitamente uniformados, también le subía el caché. Vamos, lo que se dice un “win-win”. En aquellos años, las bandas de italianos e irlandeses vivían una auténtica guerra en las calles. A los negros, ese lío ni nos iba ni nos venía, pero por alguna razón desconocida, tal vez por simple tradición histórica, empezaron a cogernos tirria, así que la mayoría nos fuimos mudando, con mejor o peor suerte, a otras zonas de Manhattan. Sin embargo, el bar de Pete Williams seguía siendo un lugar habitual de encuentro nocturno para beber y bailar todos con todos, un territorio neutral suavizado por el whisky, que era lo único irlandés que este mundo podía soportar. Alan Johnson II había tenido la suerte de estudiar música en Boston, pero ahora tocaba en antros de mala muerte porque su única opcion profesional como músico negro era la docencia y Alan Johnson II no había nacido para eso. Alan Johnson II había nacido para hacer disfrutar a la gente con su música y a veces experimentaba con sonidos y ritmos que hacían que hasta las prostitutas de Five Points se ruborizasen.
La señorita Gwendolin había sido actriz en Broadway, pero ahora trabajaba en la compañía británica de “burlesque” de Lidia Thomson que se había establecido en Nueva York recientemente, con excelente éxito de público. La crítica no opinaba exactamente lo mismo, pero gracias a ello, aumentaba todavía más el fervor popular. “Escándalo sobre las tablas” escribían los académicos. A su favor hay que decir que hablaban con gran conocimiento de causa, ya que todas las semanas ocupaban las primeras filas del teatro.  Toda la compañía, y muy especialmente la señorita Gwendolin, eran tremendamente populares en aquellos años y ella lo aprovechaba para hacer exactamente lo que le daba la gana.
A todos nos gustaba vivir la vida y disfrutar. Aunque de puertas para fuera debíamos mantener la moralidad victoriana, dentro de casa de la señorita Gwendolin se podía beber, fumar y escuchar música a cualquier hora del día. Cuando apetecía juerga nocturna, para que los vecinos no se escandalizasen y nos mandasen al convento, a la horca, a la hoguera y al exorcismo, había que irse a la fábrica de Brooklin o a Five Points. Además, aprovechando su fama de actriz caprichosa, la señorita Gwendolin estipulaba que nadie, absolutamente, nadie, entraba en su casa sin cita previa.  Ni siquiera la policía, cuya jefatura en pleno era fan incondicional de sus espectáculos. Así que, cuando estábamos los tres solos o con amigos de extrema confianza, nos comportábamos como los espíritus libres que éramos en realidad.
Muchas noches, incluso la señorita Morgan Windsock se quedaba a dormir con la señorita Gwendolin. En las clases más altas no estaba mal visto que dos mujeres fuesen muy amigas y muchas de ellas incluso vivían juntas. En los ambientes más progresistas, se decía que vivían en el “closet”. Y lo del “closet”, de repente, empezaba a ponerse muy de moda por todo Nueva York.
  Otra cosa eran los pobres y, sobre todo, los negros, que bajo ningún concepto podíamos movernos en estos ambientes y nos veíamos abocados a otras clandestinidades.  Sea como fuere, cualquier cosa era mejor que la vida de esclavos en el sur y, si bien a Alan Johnson II le hubiese encantado alternar con la alta sociedad o poder tocar el piano con la recién creada Orquesta Sinfónica de Nueva York, a Big John y a mí nos bastaba con la libertad clandestina de la que disfrutábamos. Es más, nos parecía tremendamente excitante y divertida.
Cuando la señorita Morgan se quedaba a dormir en la casa, Big John y yo nos moríamos de miedo con las cosas que contaba. Nos leía las líneas de las manos, sabia nuestro pasado y nos contaba nuestro futuro. A mí me recordaba a los esclavos del sur que venían de Haití. Les cortaban la cabeza a los pollos y te tiraban la sangre por encima, mientras el pollo descabezado salía corriendo haciendo eses. Después, las mujeres se pasaban el día frotando la ropa contra las rocas para sacar las manchas de sangre. Pero lo peor era el miedo de pensar que tú mismo podías ser objeto de alguno de aquellos rituales del demonio. Si yo hubiese sabido de eso de hacer brujería con pollos, hubiese hechizado primero al capataz, después al amo, y después a todos los blancos de los estados confederados, que para mí, en aquel momento, eran todos los blancos del mundo. Pero se ve que a los expertos en aquellos menesteres nunca se les ocurrió semejante idea.
La señorita Morgan tenía un despacho de vidente, prestidigitadora, quiromántica y curandera en líneas generales, cerca de la nueva zona de jardines de Central Park. Ganaba mucho dinero y tenía clientes muy importantes que jamás la saludaban por la calle. Eso sí, todavía gozaba de más libertad que la señorita Gwendolin, por todos los secretos que callaba.
Muchos días de la semana, iban juntas al Club Darnet de Staten Island, un club exclusivo de mujeres donde podían comportarse libremente. A veces, las fiestas del club se trasladaban a la fábrica y las señoras blancas de la alta sociedad se juntaban con los negros en bailes que duraban hasta el amanecer. 
            Big John y yo adorábamos Nueva York, que fue nuestro “closet”, en el que vivíamos en secreto, pero juntos y felices, porque ese “closet” tenía una puerta enorme que se abría en nuestro dormitorio, donde podíamos ser, cada noche, John Miller y Frank Holmes. 
©PaulaPalacios2018

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