Mercedes es una voz transparente y un cuerpo silencioso, una presencia muda, que, cada día, arrastra su cubo y su fregona por los pasillos de la Clínica del Buen Suceso.
—Por lo menos contrataron a la niña —se repite Mercedes cada mañana, cuando ve a su hija Laura entrando por la puerta de atrás. La colocaron por ella, en una época en la que era un milagro conseguir un trabajo. Para entonces, Mercedes rozaba la jubilación. Había ido perdiendo agilidad en las piernas, fuerza en los brazos y movilidad en los dedos. Los tenía arqueados de bruñir los pomos, las bisagras, las juntas. Se le habían ido retorciendo, igual que ella retorcía los trapos después de empaparlos en lejía. Tenía la espalda rota de mover baldes de agua, de cargar con los muchos hijos y de parar los golpes del hombre con el que compartía colchón por las noches. Ya no tenía aire suficiente para aquel trabajo, ni para aquella vida. Y que nadie arreglase el ascensor de servicio, después de tantos días. Ajustes era la palabra clave que ponía fin a todas las preguntas, la advertencia tajante de que, de seguir las quejas, el siguiente recorte sería en personas. Dos semanas llevaba el ascensor parado, cuando el mal paso. La media que resbala dentro del zueco, que no es de su talla. La mano húmeda, con los dedos corvos, que se desliza por el pasamanos en lugar de agarrarse firme. El cubo que se desestabiliza y derrama el agua. Y Mercedes, que primero patina, después vuela, y acaba rodando hasta el último escalón. —Por lo menos contrataron a la niña —se repite Mercedes cada mañana, cuando ve a su hija Laura entrando por la puerta de atrás. Accidente laboral. Negligencia por parte de la propia trabajadora. Escasa observación de los procedimientos de prevención de riesgos laborales. Hubiese sido un buen pico del seguro, si hubiesen podido pagar un abogado. «Pero, por lo menos, cogieron a la niña», piensa una y otra vez Mercedes. Una hija colocada, Laura, la lista, la que iba para médico, pero nunca alcanzaron los ahorros, no llegaron las becas. Por lo menos contrataron a Laura, que ve trabajar a los sanitarios con la punzada en el estómago del que mira desde un peldaño inferior, desde el último escalón al que rodó la madre. Todos los chicos en casa, en paro. Haciendo chapuzas “en b” aquí y allá. Pequeños salarios que se beben y se fuman los fines de semana. Y Laura que no quiere limpiar, pero es lo que hay, y se aguanta, porque ella quiere irse a vivir sola, aunque sea en uno de esos locales que ahora ya ni se alquilan para comercios, un bajo con rejas. Con suerte, con un pequeño patio trasero para poner unos geranios. Mercedes es una sombra diligente que sigue a Laura por los pasillos, por las habitaciones, por los baños, revisa las papeleras, repasa las juntas de los azulejos y vuelve a darle una pasada a los suelos. Siente que la culpa de todo es suya, y que tiene que echarle una mano. La crio como quien cría a una princesa, porque en sus manos no debería haber un mocho, sino un bisturí. Ahora, Mercedes piensa que debió criar a sus hijos para la vida, como la criaron a ella, que trabajó desde bien niña, que no supo de princesas ni por los cuentos. Pero los crio para una ilusión que ya no recuerda en qué tómbola les prometieron. Hoy, por las urgencias de la Clínica del Buen Suceso, ya no entran señoras de tacón y niños con mocos, ni ejecutivos en chándal para una placa de urgencia porque se han torcido el tobillo en la pachanga de fútbol con los amigos. Hoy, la gente entra por la puerta con la muerte agarrada a los ojos y se derrumban derrotados en cualquier silla, hasta en el suelo. Mercedes, con un ojo clínico para clavar el código postal de cualquiera que se le cruce, no consigue distinguir procedencias. Solo sabe que todos traen lo mismo, y que no es bueno. Entre tanta gente, le cuesta encontrar a Laura. Las caras cotidianas se han vuelto mascarillas verdes con los ojos llenos de horror y miedo. Sigue a los carros, a las fregonas, mira dónde hay un paño, un bote de desinfectante. Sabe que puede reconocerla incluso debajo de toda esa parafernalia que jamás habían tenido que ponerse para trabajar. Por fin, la descubre en críticos. Está preparada para limpiar una habitación que va a quedar libre. Le han dicho que no entre hasta que se lo ordenen, que serán unos minutos. Mucho “EPI” de pretecnología corriendo, entrando y saliendo de las habitaciones, y Laura esperando, con su carro, a una distancia prudente. En una de las camas, ve al hombre que está a punto de irse. Aterrado, mira a la muerte acercarse. Suenan todas las alertas en la planta y no hay personal suficiente. Mercedes ve cómo Laura entra en la habitación y se le sube el corazón a la garganta. La ve coger de la mano al hombre, al que no conoce de nada, pero que, al sentir el roce del guante, aparta los ojos de la muerte y se aferra al látex como a la piel cálida de una hija, de una hermana, de una nieta, de una amiga. Y así se quedan las dos, una dentro, con el hombre, y la otra mirando, desde la puerta. Lo acompañan hasta que se va del todo. Mercedes lo ve partir y también ve la derrota en los ojos de Laura. Piensa que ojalá pudiese abrazarla, y decirle que lo ha hecho bien, contarle que, si ya es duro morir, peor es hacerlo solo, porque esa pena se te queda enganchada en el alma para siempre y no te deja descansar en paz. Pero no puede, porque Mercedes es una voz transparente y un cuerpo silencioso, una presencia muda. ©PaulaPalacios2020
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Junio 2021
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