Hacía mucho que habíamos retomado la marcha cuando dejé de sentir las piernas. Sólo, de vez en cuando, notaba la calidez de la sangre brotándome de las rozaduras que me iba haciendo con las ramas al pasar. Me ardían la garganta y los pulmones, como si en lugar de aire, estuviese respirando amoníaco. Hacía horas que no se veía la columna de humo de la que nos alejábamos, pero me parecía seguir percibiendo el mismo olor a quemado en el ambiente, ese olor que nadie debería sentir nunca, pero que, tan pronto lo percibes por primera vez, ya no se te va de la memoria. Porque en ese fuego, arde parte de ti.
Aunque debíamos viajar en silencio y nadie decía una palabra, se oían constantes tosidos ahogados que sonaban como estertores. Los ojos me lloraban e intentaba inclinar la cabeza hacia adelante para que las lágrimas llegasen hasta mi boca y así, poder saborear algo salado. Cada vez que lo conseguía, aquel gusto me daba la vida. Alfred pedaleaba cada vez más deprisa, a pesar de tener que tirar del rudimentario carromato de madera en el que viajaba su mujer, acurrucada como si fuese un gatito. Alfred y su carromato eran la referencia que yo debía seguir, pero por momentos él apuraba tanto, que tenía la sensación de que iba a adelantar a la mujer que viajaba antes que él, así que intentaba fijarme también en ella para saber a quién seguir en caso de que Alfred desapareciese. De repente, Alfred se detuvo y yo frené en seco para detener también a los que me seguían. Alfred se giró y me susurró: - Al pasar esa colina, dejamos las bicicletas y continuamos a pie. Ya estamos llegando. Me giré y trasladé las mismas instrucciones al chico detrás de mí. No fue fácil encontrar aliento para enfrentar ese último tramo. Hacía semanas que nos fallaban las fuerzas, apenas comíamos y casi todos teníamos piojos y muchos, además de tos, probablemente, tifus. Cada vez que parábamos a descansar, éramos menos que la vez anterior. Al principio, era solo una sensación, pero tras la tercera parada ya éramos tan pocos que podía reconocer todas las caras y contarnos fácilmente. La última vez que nos conté no pasábamos de la docena. Apenas habíamos concluido nuestro trayecto cuando pudimos atisbar el aeródromo. Vi a Alfred tirar la bicicleta y emprender la carrera sin mirar atrás, lo que provocó que, irremediablemente, mi rueda delantera chocase con el carromato de su mujer, y ambas caímos al suelo. Mientras intentábamos incorporarnos, nos pasaron por encima varias personas, tres, cinco, tal vez ocho. Todo era confuso. Tiré de la mano de la mujer de Alfred y eché a correr. Ella apenas avanzaba y yo no podía chillar para que Alfred me ayudase. Hacía rato que le había perdido de vista. Todos nos adelantaron y llegamos últimas a la pista. Decenas de personas se arremolinaban junto al avión. Me preguntaba de dónde demonios había salido toda aquella gente. Nadie hablaba, pero podía oír cómo sus cuerpos se apretujaban unos contra otros, cómo los pies se pisoteaban, cómo entraban casi a presión dentro del aparato. Volví a sentir las piernas y el dolor era insoportable, pero no podía rendirme después de haber recorrido medio país caminando y en bicicleta. Inicié un último esfuerzo y noté cómo la mujer de Alfred me soltaba la mano. Yo corría mirando adelante, intentando llegar al avión, pero también atrás, haciendo aspavientos para que ella me siguiese. Por más que corría, el avión parecía cada vez más lejos y en la pista, de repente, ya no quedaba nadie. Miré a mi alrededor y, para cuando vi a la mujer de Alfred desplomándose sobre sus rodillas, el avión ya había despegado las ruedas del suelo. Fue como si, en ese momento, la misma muerte se me hubiese plantado delante y me hubiese partido en dos con su guadaña. No, ni siquiera morir puede doler tanto como encontrarte abandonada en un lugar incierto de tu propio país en el que te sientes como una extraña. Mi tierra madre era ahora terreno hostil y yo misma su enemigo y, aunque ya no había sitio en el mundo que yo pudiese considerar una patria, hasta hace unos segundos había un lugar en mi mente que alimentaba mi esperanza. De nuevo me veía abocada a vivir en la constante agonía de huir sin saber hacia dónde, casi siempre de noche. Sucia, enferma, sola y sin fuerzas. Me giré y recordé que no estaba sola del todo. Allí estaba la mujer de Alfred, tal vez más sola que yo. Creí recordar cómo se llamaba… Ana, sí, aquella mujer tirada por su propio marido a los pies de una muerte casi segura, se llamaba Ana. Ana no reaccionaba, así que intenté levantarla y la llevé casi a rastras a un edificio semiderruido que había al borde de la pista. Ambas necesitábamos descansar, al menos un rato, ya que sin duda el despegue del avión habría sido detectado y no tardarían en venir. Aunque no conseguía entender cómo Alfred había sido capaz de abandonar a su mujer de aquella manera tan decidida, tampoco me atreví a mencionárselo a ella. Estaba acurrucada y no dejaba de sollozar. Yo no tenía la más remota idea de dónde estábamos exactamente. Habríamos salido de la ciudad dirección oeste, pero tal vez después hubiésemos variado el rumbo. Posiblemente nos habríamos dirigido a alguna zona próxima a la frontera, pero era imposible saberlo con seguridad. Si estuviésemos cerca del Bodensee no nos quedaría mucho para llegar a Suiza. Encontrarnos con un gran lago a la mañana siguiente sería una buena noticia. Me senté junto a Ana y volví ponerme las medias, aunque solo fuese por un rato. Había perdido tanto peso que sólo podía ponérmelas cuando estaba sentada o tumbada, ya que de pie se me escurrían hasta los tobillos. Del otro bolsillo del abrigo saqué el envoltorio del “Apfelstrudel” que había sido mi única pertenencia en los últimos meses, me lo acerqué a la nariz y respiré con fuerza. Estaba arrugado y grasiento, pero todavía olía a mantequilla, canela y manzana. O eso me parecía. Cerré los ojos y volví al salón de té de los señores Obermeier, al calor de la chimenea y al bullicio de los niños correteando entre las mesas. - ¿Has estado alguna vez en Lisboa?- me preguntó Ana de repente.Asentí con la cabeza, sin estar muy segura de que pudiese verme en la oscuridad, mientras le ofrecía el papel para que ella también lo oliese. -Háblame de LisboaSe me hizo un nudo en la boca del estómago. -Estuve en Lisboa con catorce años, con mis padres. Habíamos ido de vacaciones a un pueblo cercano, donde las puestas de sol son las más bonitas que puedas ver en tu vida. Unos amigos suyos tenían una casa allí, cerca del mar, en un sitio llamado “Boca del Infierno” y con frecuencia viajábamos en coche a la ciudad, a comer en pintorescos restaurantes o merendar pasteles de nata. Ana me devolvió el envoltorio del “Strudel” y, tras meterlo de nuevo en el bolsillo, cogí sus manos entre las mías. -Hubiese sido maravilloso llegar a Lisboa, Ana. El sol y el aire del Atlántico nos curarían el cuerpo y las almas. Esa luz… - No pude continuar. Rompí a llorar al recordar aquellas vacaciones, aquella vida, aquellos días sin fin en la playa en los que nos quedábamos hasta que era de noche viendo el sol desaparecer detrás del océano. Ana soltó sus manos y me rodeó con sus brazos. -Mis padres acordaron mi matrimonio con Alfred cuando todo esto empezó, así que no hace mucho que nos casamos. Tiene dinero fuera del país y buenos contactos y pensaron que conseguiría sacarme de aquí. Habrás visto que es bastante mayor que yo. Yo estaba embarazada y pensé que era la única forma de que mi niño naciese. Porque ¿Tú sabes que les hacen aquí a las embarazadas? ¿Y a los niños? Levanté la cabeza mirando a Ana con incredulidad. En los días que llevábamos de viaje no había abierto la boca más que para pronunciar monosílabos y siempre con la previa mirada aprobatoria de Alfred. -No, claro que no sabes lo que les hacen a las embarazadas, ni a los niños, pero seguro que nada bueno. Antes de todo esto tú también tendrías una familia, amigos y no te dedicarías a correr de una ciudad a otra, de noche, por los bosques, con gente a la que no conoces, sucia y enferma. ¿Acaso sabes algo de tu familia? ¿No te creerás las historias de que están todos trabajando en fábricas? No, claro que yo no creía eso, pero tampoco quería creer otra cosa. ¿En qué momento nuestros amigos, nuestros vecinos, el médico que me curó la varicela, los mismos Señores Obermeier, que nos regalaban dulces cuando éramos niños, se convirtieron en nuestros enemigos? ¿En qué momento y por qué decidieron que no teníamos derecho a nada? ¿Por qué teníamos que escapar de nuestro hogar? ¿Por qué teníamos que vivir con la cabeza agachada, con la dignidad arrastrada como las sabandijas, con los brazos señalados como si fuésemos propiedad de alguien? Ana metió la mano en el bolsillo y me enseñó un saquito. Lo abrió y vi que tenía unas pequeñas semillas. - ¿Sabes qué son? - No - Semillas de cicuta. Coge unas pocas. Hay suficiente para matarnos a ambas. Cogí un montoncito de las semillas sin poder creer lo que estaba haciendo y las guardé con cuidado en el papel del “Strudel”. -¿Entonces Alfred no es el padre de tu hijo? - No, el padre de mi hijo era mi novio, Peter, un chico de mi edad. Nos íbamos a casar, pero su familia, al quedarme embarazada, y en estas circunstancias, le hizo repudiarme. Te parecerá una monstruosidad, pero si lo pienso, creo que la vida en aquella familia tan estirada no hubiese sido mucho mejor que esto. La estúpida de su madre me hacía caminar con un libro sobre la cabeza y, si se me caía, me azotaba con una vara. Decía que tenía que aprender a caminar como una señorita. Ya lo creo que ahora mismo podría desfilar como una auténtica señorita repipi delante de los soldados, si no fuese porque tengo los pies completamente desollados. Y a ella, ¡cómo le gustaría verme hacerlo, cómo disfrutaría! Habíamos llegado a un estado tan desesperado y estábamos tan agotadas que, de repente, la imagen de Ana caminando con un libro sobre la cabeza, ante un incrédulo pelotón de fusilamiento, me pareció tan estúpida como divertida y no pude evitar soltar una enorme carcajada. Ana continuó criticando a la familia de su novio, y después a Alfred de la manera más frívola, como hubiésemos hecho si hubiésemos sido dos amigas que quedan en cualquier café normal, de cualquier ciudad normal, de cualquier vida normal. Y ambas nos desternillábamos de la risa. Cuando llegaron a buscarnos, nos habíamos quedado dormidas. Hacía meses que no dormía tan profundamente como aquel rato, acurrucada junto a Ana. Al abrir los ojos, les teníamos casi encima. Apuntándonos con sus armas, dos uniformes militares, con los nombres de Müller y Stoltenberg, nos indicaron que nos levantásemos. Ambas nos incorporamos con esfuerzo, con los cuerpos entumecidos. Noté las medias resbalando por mis muslos y, mientras los soldados se sonreían lascivos mirando mis piernas desnudas, Ana y yo salimos lentamente de nuestro escondite, rebuscando con las manos en nuestros bolsillos. ©PaulaPalacios2018
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