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Balacera para usted

22/5/2020

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Cuando le dijeron que la iban a matar, Matilde Orantes soltó tal carcajada, que la cinta americana le abrasó los labios y la boca se le llenó del sabor a óxido de la sangre. Los últimos 15.347 días de su vida se había levantado pensando en que ese podía ser el último, así que morir de vieja, aunque fuese atravesada por una bala, no se podía considerar una derrota. 
Muchos habían muerto antes, más jóvenes, y menos chingones. Miles habían muerto por nada. Al menos los pendejos que la iban a matar a ella tenían una razón para hacerlo. Era una razón cobarde, indigna, de gente que no vale nada.  Pero la mataban por su nombre, por su apellido, por su trabajo, por lo que sabía y no se callaba. No sería una muerte anónima, escogida al azar, como tantas otras cuyo nombre se perdió en el olvido de las estadísticas y que ella misma había intentado recuperar tantas veces. Su muerte, o al menos su desaparición, sería contada. Nadie pagaría por el crimen, seguramente nunca encontrarían su cuerpo, ni le darían digna sepultura, pero los periódicos escribirían Matilde Orantes en sus páginas. Los conductores de los noticiarios dirían Matilde Orantes en voz alta. Sus colegas y su familia la llorarían a gritos que difícilmente serían silenciados. Aunque no sirviese para nada más que para abochornar, durante un par de días, a un país gobernado por el narco.
La cuadrilla de lamehuevos que la apuntaban con sus cañones parecían cagados de miedo ante una vieja de pelo blanco a la que habían secuestrado cuando regresaba a casa tras su cena de jubilación.
 -¡Tremendos machitos, no se me vayan a rajar ahora!- intentó farfullar bajo la mordaza.
A su corta edad, aquellos cabrones habían visto a muchas mujeres y muchos hombres llorando ante ellos, suplicando por sus vidas. Pero ahora, la pinche ruca que tenían delante, les lloraba de la risa.
 
***
Matilde Patricia Orantes de Mendoza, hija de Alejandro Orantes, carnicero, y de María de Mendoza, ama de casa, nació el 21 de diciembre de 1.947 en el municipio de Agua Prieta, en el estado de Sonora, México, y tuvo la suerte de que el hermano que sus padres pensaban mandar a la Universidad no llegó a nacer nunca.  Así que, tras dos años de recadera en el periódico local, con 18 años, empacó sus pocas pertenencias y puso rumbo a la Universidad Nacional Autónoma de México.
En su lecho de muerte, D. Gerardo de Mendoza y Herzog, un rico terrateniente que repudió a su hija María por fugarse con el carnicero del pueblo, legó a su única nieta, Matilde Patricia Orantes de Mendoza, de manera inesperada, un pequeño departamento en la Colonia Condesa de la capital, para que lo ocupase durante sus estudios.  El resto de la fortuna del abuelo se la bebió el tío Federico antes de fallecer de sífilis en el prostíbulo de Carmencita Vargas.  Años más tarde, el departamento de la Colonia Condesa quedó totalmente destruido durante el gran terremoto, con lo que, del legado de la familia materna se perdió todo y para siempre.
Sin embargo, al otro lado del charco, vivía algún antepasado de Alejandro Orantes y, a fuerza de pasar el tiempo, todos aquellos familiares, cada vez más lejanos, pero que no dejaban de enviar cartas, fotos y postales, pasaron a ser una basta horda de primos. Y lo primero que hizo Matilde Orantes, una vez se licenció en periodismo, fue comprarse un billete de avión para ir a conocer a todos sus primos gallegos.
Purificación Pérez Troitiño recibió con los brazos abiertos y una enorme olla de cocido a aquella prima lejana de su marido, “morenocha”, con largas trenzas negras, amplia sonrisa y que arrastraba hasta el infinito cada letra que pronunciaba. Resultó que, excepto el cura, todo el pueblo era familiar de Matilde de una u otra manera y por fin, en una aldea remota de la provincia de Orense, gozó de la ventura de ser parte de una gran saga.
Pero después de seis meses llenándose los pulmones de verde y el estómago de alegría, Matilde Orantes se dio cuenta de que en aquel paraíso perdido no encontraría un trabajo de periodista, así que empacó de nuevo sus cosas y, siguiendo las instrucciones de la prima Pura, llegó a la casa de su hijo Ricardo en Madrid.
Ricardo García Pérez vivía en un amplio piso en el centro y, aunque la ciudad parecía mucho más segura que el DF, Matilde Orantes veía miedo en la cara de la mayoría de sus habitantes. Y no tardó en descubrir que, en aquel momento, España no era el país más adecuado de la vieja Europa para practicar el periodismo libre que sentía le corría por las venas.
 Sin embargo, el primo Ricardo, para disgusto de su madre Pura, y para la inmensa suerte de Matilde, se había casado con una británica, Lisa Collingwood, y Lisa Collingwood que, contra la tradición de su flemático país, mantenía su apellido de soltera, ya que le resultaba del todo imposible pronunciar el de su marido con claridad, trabajaba como recepcionista en la Asociación de Corresponsales de Prensa Extranjera. Y fue así, con sus nuevos contactos, su gracia mexicana y su habilidad para los idiomas cómo Matilde Orantes se convirtió en la secretaria de Mathias Woods, el viejo corresponsal de la agencia Reuters para España y Norte de África. 
En esos años, aparte de recortar sus largas trenzas negras y endurecer el habla, aprendió el oficio de la mano de un magnífico profesional que cada vez, delegaba en ella más trabajo.
Su sueldo en la agencia era bueno para España, así que pudo alquilar pronto un piso, justo enfrente, puerta con puerta, del de su primo Ricardo que, para aquel entonces era como el hermano que nunca había llegado a tener. Para el nacimiento de su primera hija, tanto Ricardo como Lisa estuvieron de acuerdo en llamarla Frida, en honor al país de origen de la nueva prima-hermana. Frida fue la única hija de Ricardo y de Lisa y, con el tiempo, también la descendiente más directa que tendría Matilde Orantes en toda su vida.
***
La vida de Matilde Patricia Orantes de Mendoza comenzó a apostarse a la ruleta rusa el 06 de noviembre de 1.975.  Matthias Woods, sintiéndose con pocos ánimos por la edad, le encomendó desplazarse en su lugar al Sahara Occidental, donde la marcha verde marroquí había rebasado la línea de demarcación fronteriza, adentrándose en territorio español.
Como todo conflicto, no había nada bueno que sacar de aquella situación más que abrir bien los ojos y dar testimonio de todo aquello. La población vivía en la más absoluta de las carencias y Matilde Orantes se comprometió a fotografiar y escribir todo lo que viese y sucediese. Más allá de las crónicas bélicas y políticas que enviaba a Woods para la agencia, Matilde Orantes preparaba su propio relato.
La vida en El Aaiun era un caos y un peligro constante, a pesar de ser una ciudad relativamente moderna. Además, estaban los reiterados desplazamientos a los campos de refugiados. Con frecuencia, lo más adecuado era permanecer varios días en el asentamiento, en lugar de ir y venir.  Las temporadas más largas las pasaba en Smara, tras la frontera argelina, donde tirados sobre la arena vivían cientos de personas sin más horizonte que un espejismo.
Aasiyah era una de las habitantes de Smara que mejor hablaba español. Fue la primera persona que Matilde Orantes vio, sobre ella, al recuperarse de un desvanecimiento por un golpe de calor.  Para cuando abrió los ojos, ya estaba dentro de la haima y la temperatura era algo más agradable. Aasiyah había depositado un trozo de tela humedecido sobre la frente de Matilde y lo sujetaba firmemente con su mano derecha. A Matilde le resultó terriblemente bochornoso que aquella mujer tuviese que desperdiciar parte de su agua por ella. En aquella ocasión, dejó todos los víveres que llevaba a Aasiyah como pago por su amabilidad. Al despedirse, ella le dijo:
-Vuelve cuando quieras. Esta será tu casa.
Y así fue como Matilde Patricia Orantes de Mendoza, de Agua Prieta, Sonora, Mexico, llegó a vivir los mejores años de su vida en el campamento de refugiados de  Smara, Tinduff,  Argelia.
Tal y como le había propuesto Aasiyah, se instaló en su haima, con sus cámaras de fotos, sus carretes, su máquina de escribir, cuantos folios pudo transportar, cuadernos y bolígrafos.
A Matilde Orantes, la vida se le volvió cielo y arena y cuanto más se le secaba el cuerpo, más le rezumaba el alma, trabajando incansable en fotografías y textos que reflejaban la realidad pura y, sobre todo dura, de los asentamientos. La vida se jugaba cada día, entre la aspereza del desierto y la angustia de un conflicto que se adivinaba largo.  Gente sin patria que a nadie le importaba. Vale más un pedazo de tierra yerma que mil almas inocentes. Los niños jugaban felices a ser guerrilleros del Frente Polisario hasta que crecían lo suficiente para serlo de verdad y abandonar el regazo de sus madres que, en realidad, es la única patria por la que merece la pena luchar.
A la muerte de Woods, Matilde Orantes tenía suficiente material como para no renegociar su situación en Reuters y no tardó en encontrar revistas que publicasen alguna de sus crónicas, hasta que la oferta de escribir un libro sobre su vida en Smara, le hizo trasladarse de regreso a un Madrid nuevo, democrático, lleno de vida y de una tendencia llamada “la movida” que tenía a su sobrina Frida absolutamente fascinada.
Al despedirse de Aasiyah, ésta le regaló una pequeña cajita de latón llena de arena del desierto.
-Aunque tú solo veas arena, aquí dentro va mi corazón, que es el corazón del pueblo saharaui. Los cinco soles sobre él, son mis cinco hijos muertos, que nos iluminan desde el paraíso. Las cuatro lágrimas que lo rodean, lloran a la gente de los cuatro campamentos de refugiados de Tinduff: El Aaiún, Auserd, Smara y Dajla. Te lo doy para que no nos olvides y para que te proteja siempre. Mientras sigas del lado de los débiles, te hará falta la suerte.
- Volveremos a vernos, Aasiyah.
-Insha´Allah.
***
Cuando Matilde Orantes decidió pasar los últimos años de su carrera en Ciudad Juárez, ya sabía que había más de una bala con su nombre. Ya había recibido varios sobres con un proyectil en su interior y una tarjeta que siempre decía “Para Usted”.
Lo último que atravesó su cabeza, antes que la bala, fue el regocijo de pensar que aquella misma mañana había enviado a casa de Frida el amuleto que Aasiyah le había regalado, para que le trajese a ella y a su familia, la misma buena suerte que le había traído a ella hasta aquella noche.
 Aunque también sintió algo de pena, por ir a morir tan lejos del corazón de Aasiyah. 
©PaulaPalacios2017

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