La señorita Gwendolin se moría de la risa tirada encima de la mesa. Intenté levantarla un par de veces, pero me resultó del todo imposible, mayormente, porque yo tampoco podía dejar de reír. Big John se había pasado con la graduación del brebaje e incluso él se había desplomado sobre unas bobinas de hilo. A saber qué plantas del jardín habría dejado fermentar esta vez y por cuánto tiempo. Sin dejar de reír, miré a mi alrededor a ver si quedaba alguien más, y desmayado sobre el piano estaba Alan Johnson II. Se hacía tarde y había que ponerse a recogerlo todo, pero todo lo que había que recoger no dejaba de dar vueltas. Faltaban pocas horas para que los operarios entrasen a trabajar en la fábrica y, si el padre de la señorita Gwendolin nos dejaba montar fiestas allí, era con la única condición de que por la mañana estuviese todo limpio y recogido y que nadie, por nada del mundo, pudiese sospechar qué pasaba en la fábrica de tejidos algunas noches. Si algún día alguien se enteraba, iríamos directos a la horca o al convento. A mí, personalmente, me tocaría la horca y también la hoguera. Incluso era posible que quisieran hacerme un exorcismo antes de matarme. Yo era el mismísimo demonio, bajo las faldas de una criada. Intenté despertar a Big John, pero antes de conseguir que se levantase, recibí un azote en el trasero y tirando de mi brazo, me hizo caer sobre él. Así, nos revolcamos en el suelo, girando el uno sobre el otro un buen rato, llorando de la risa. Las enaguas de la señorita Gwendolin parecían un enorme pastel de merengue, desparramadas sobre la mesa. Su vestido estaba colgado de la lámpara del techo y Big John tuvo que subirse a la escalera de la biblioteca del despacho para alcanzarlo. Mientras tanto, yo comencé a recoger vasos, botellas, restos de tabaco, prendas de ropa que no eran de ninguno de nosotros…. Me costaba bastante, porque cada vez que acercaba mi mano a algún objeto, este se movía a derecha e izquierda; algunos incluso dibujaban círculos. - ¡Los muy condenados! - Abrí las ventanas con la esperanza de refrescar un poco el ambiente y confiando también en que la señorita Gwendolin dejase de reír, que Alan Johnson II se despejase un poco y que las cosas se estuviesen, de una vez por todas, quietas para poder ser recogidas. El padre de la señorita Gwendolin había colocado en el sótano un piano, para que Alan Johnson II, que era un magnífico pianista profesional, nos amenizase las veladas en la fábrica. De vez en cuando, el hermano pequeño de la Señorita Gwendolin, que no tenía ni la más remota idea de lo que pasaba allí por las noches, iba a la fábrica a visitar a su padre y a ensayar unas notas. A los operarios de la fábrica, les llamaba la atención que el patrón le hubiese puesto un piano allí a su hijo, -cosas de ricos-, pensaban. Aunque también pensaban que, con lo mal que tocaba el muchacho, era normal que necesitase ensayar en todo cuanto sitio fuese posible. Los operarios de la fábrica pensaban muy seriamente que a ese muchacho tendrían que ponerle un piano en cada una de las estancias de su casa, incluso en los aseos, si esperaban que algún día fuese capaz de dar bien tres acordes seguidos. A los operarios les hubiese gustado más tener un pianista de nivel que les amenizase las duras jornadas en la fábrica, pero tener la oportunidad de hacer chascarrillos sobre el hijo del patrón en las tabernas del Bowery cuando salían de trabajar les compensaba parte del sufrimiento. A la mañana siguiente, todos en la casa nos despertamos con una terrible resaca. La señorita Gwendolin pudo dormir plácidamente todo el día. En realidad, a ella le importaba un pimiento que Big John y yo tampoco nos levantásemos de la cama, pero los vecinos verían extraño que la criada no saliese a hacer los recados habituales y que el jardinero no saliese a podar una y otra vez los arbustos. Así que Big John y yo tuvimos que arrastrar la resaca todo el día y estábamos tan pálidos que podriamos haber pasado por blancos tranquilísimamente. Es más, antes de salir de casa, a punto estuve de probarme uno de los vestidos de la señorita y una peluca para contonearme como un pavo yanqui por delante de Bloomingdales. Pero pensé en la horca, en la hoguera y en el exorcismo y me pareció que, realmente, no valía la pena. *** El día que desde el vapor que ascendía por el rio Hudson atisbé Manhattan por primera vez en mi vida, poco podía imaginar que sería tan feliz vistiendo enaguas y un uniforme de sirvienta. Bajo aquellas faldas me sentía libre como no lo había sido en toda mi vida. Bien es cierto, que llevaba tan poco tiempo de mi vida siendo libre, que seguramente hubiese sido igual de feliz con las ropas de un acróbata de circo. Antes, la vida era como la del ganado: trabajar sin descanso y procrear más peones para el ejército de esclavos del amo. Cuando echo la vista atrás no siento nostalgia ni pienso en los que se quedaron. Madres, padres, hermanos, mujeres, maridos, hijos… ¿Qué puede significar todo eso cuando lo único que sientes es el dolor de los latigazos en la espalda o el miedo a ser vendido a un amo peor? Los que dejé atrás estaban todos muertos. Algunos incluso bajo tierra y esos eran, seguramente, los más felices de todos. A Big John le conocí nada más recalar en Five Points, que era a donde te llevaban los pasos descalzos y los bolsillos llenos de agujeros. Él ya conocía a la señorita Gwendolin, que llevaba tiempo ayudando a la gente que llegaba a Nueva York siguiendo la brújula que marcaba la dirección opuesta a la muerte. Aparte de cierta inquietud filantrópica, a la señorita Gwendolin le encantaban los bajos fondos, lo prohibido y la desinhibición de los que no teníamos más que perder que la vida. Y nuestra vida no valía nada. Le compraba ropa maravillosa a las prostitutas, a cambio de que ellas aprendiesen a leer y a escribir y ella misma se prestaba muchas veces para enseñarles. Sabía que no dejarían nunca las calles, pero muchas de ellas dejaron de depender de los matones que las explotaban para gestionar ellas mismas sus particularísimos negocios. La señorita Gwendolin, al final, en su intimidad, también era una proscrita y nos entendía mejor que nadie. Era rica, muy lista, y la mejor persona que he conocido en toda mi vida, aparte de Big John. Ellos eran mi familia. Aunque hacía ya varios años que Big John y yo habíamos dejado Five Points, de vez en cuando todavía íbamos a bailar tap al Pete Williams Place, donde Alan Johnson II tocaba el piano cada martes. Él continuaba viviendo en el barrio, pero a la señorita Gwendolin le había parecido más seguro para nosotros que nos mudásemos a vivir con ella, como internos de servicio doméstico. Además, a ella, un matrimonio de negritos exquisitamente uniformados, también le subía el caché. Vamos, lo que se dice un “win-win”. En aquellos años, las bandas de italianos e irlandeses vivían una auténtica guerra en las calles. A los negros, ese lío ni nos iba ni nos venía, pero por alguna razón desconocida, tal vez por simple tradición histórica, empezaron a cogernos tirria, así que la mayoría nos fuimos mudando, con mejor o peor suerte, a otras zonas de Manhattan. Sin embargo, el bar de Pete Williams seguía siendo un lugar habitual de encuentro nocturno para beber y bailar todos con todos, un territorio neutral suavizado por el whisky, que era lo único irlandés que este mundo podía soportar. Alan Johnson II había tenido la suerte de estudiar música en Boston, pero ahora tocaba en antros de mala muerte porque su única opcion profesional como músico negro era la docencia y Alan Johnson II no había nacido para eso. Alan Johnson II había nacido para hacer disfrutar a la gente con su música y a veces experimentaba con sonidos y ritmos que hacían que hasta las prostitutas de Five Points se ruborizasen. La señorita Gwendolin había sido actriz en Broadway, pero ahora trabajaba en la compañía británica de “burlesque” de Lidia Thomson que se había establecido en Nueva York recientemente, con excelente éxito de público. La crítica no opinaba exactamente lo mismo, pero gracias a ello, aumentaba todavía más el fervor popular. “Escándalo sobre las tablas” escribían los académicos. A su favor hay que decir que hablaban con gran conocimiento de causa, ya que todas las semanas ocupaban las primeras filas del teatro. Toda la compañía, y muy especialmente la señorita Gwendolin, eran tremendamente populares en aquellos años y ella lo aprovechaba para hacer exactamente lo que le daba la gana. A todos nos gustaba vivir la vida y disfrutar. Aunque de puertas para fuera debíamos mantener la moralidad victoriana, dentro de casa de la señorita Gwendolin se podía beber, fumar y escuchar música a cualquier hora del día. Cuando apetecía juerga nocturna, para que los vecinos no se escandalizasen y nos mandasen al convento, a la horca, a la hoguera y al exorcismo, había que irse a la fábrica de Brooklin o a Five Points. Además, aprovechando su fama de actriz caprichosa, la señorita Gwendolin estipulaba que nadie, absolutamente, nadie, entraba en su casa sin cita previa. Ni siquiera la policía, cuya jefatura en pleno era fan incondicional de sus espectáculos. Así que, cuando estábamos los tres solos o con amigos de extrema confianza, nos comportábamos como los espíritus libres que éramos en realidad. Muchas noches, incluso la señorita Morgan Windsock se quedaba a dormir con la señorita Gwendolin. En las clases más altas no estaba mal visto que dos mujeres fuesen muy amigas y muchas de ellas incluso vivían juntas. En los ambientes más progresistas, se decía que vivían en el “closet”. Y lo del “closet”, de repente, empezaba a ponerse muy de moda por todo Nueva York. Otra cosa eran los pobres y, sobre todo, los negros, que bajo ningún concepto podíamos movernos en estos ambientes y nos veíamos abocados a otras clandestinidades. Sea como fuere, cualquier cosa era mejor que la vida de esclavos en el sur y, si bien a Alan Johnson II le hubiese encantado alternar con la alta sociedad o poder tocar el piano con la recién creada Orquesta Sinfónica de Nueva York, a Big John y a mí nos bastaba con la libertad clandestina de la que disfrutábamos. Es más, nos parecía tremendamente excitante y divertida. Cuando la señorita Morgan se quedaba a dormir en la casa, Big John y yo nos moríamos de miedo con las cosas que contaba. Nos leía las líneas de las manos, sabia nuestro pasado y nos contaba nuestro futuro. A mí me recordaba a los esclavos del sur que venían de Haití. Les cortaban la cabeza a los pollos y te tiraban la sangre por encima, mientras el pollo descabezado salía corriendo haciendo eses. Después, las mujeres se pasaban el día frotando la ropa contra las rocas para sacar las manchas de sangre. Pero lo peor era el miedo de pensar que tú mismo podías ser objeto de alguno de aquellos rituales del demonio. Si yo hubiese sabido de eso de hacer brujería con pollos, hubiese hechizado primero al capataz, después al amo, y después a todos los blancos de los estados confederados, que para mí, en aquel momento, eran todos los blancos del mundo. Pero se ve que a los expertos en aquellos menesteres nunca se les ocurrió semejante idea. La señorita Morgan tenía un despacho de vidente, prestidigitadora, quiromántica y curandera en líneas generales, cerca de la nueva zona de jardines de Central Park. Ganaba mucho dinero y tenía clientes muy importantes que jamás la saludaban por la calle. Eso sí, todavía gozaba de más libertad que la señorita Gwendolin, por todos los secretos que callaba. Muchos días de la semana, iban juntas al Club Darnet de Staten Island, un club exclusivo de mujeres donde podían comportarse libremente. A veces, las fiestas del club se trasladaban a la fábrica y las señoras blancas de la alta sociedad se juntaban con los negros en bailes que duraban hasta el amanecer. Big John y yo adorábamos Nueva York, que fue nuestro “closet”, en el que vivíamos en secreto, pero juntos y felices, porque ese “closet” tenía una puerta enorme que se abría en nuestro dormitorio, donde podíamos ser, cada noche, John Miller y Frank Holmes. ©PaulaPalacios2018
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